Hoy comienzan mis vacaciones y me siento como un souvenir. Ejemplar de objeto autóctono imposible de vender, de hacer viajar fuera de estas fronteras. No acabaré en la repisa de ninguna chimenea de Budapest. No, nada, me llenaré de polvo y olvido (el tuyo) en una estantería de asfalto. Al lado de las barandillas y las postales ajadas por el sol. Se me está quedando cara de coral fosilizado. Y no logro quitarme este olor a plexiglás.
Ni siquiera consigo darme pena. Sólo algo de repelús.
No sé en qué momento pasé de sentir pena por ti a cogerte una tirria que no te puedo soportar. Una tirria que hace que me moleste cada uno de tus movimientos. Tirria estéril. Tirria que se retroalimenta ella solita con el paso de los días y los acontecimientos. Pierdo el tiempo, la paciencia y energías. Pero no lo puedo evitar. Las injusticias me provocan úlceras. Estériles y retroalimentarias. Pero úlceras al fin y al cabo.
No me conozco. Por eso, casi todos los días me presento a mí misma.
- A., esta es A.
- Hola, A. Encantada.
- Igualmente, A.
Y cuando A. le cuenta a A. lo que hace, siente y piensa, A. la mira con incredulidad. Ella hubiera jurado que la historia no era así, sino todo lo contrario.
Así que sigo sin tener una imagen nítida de lo que podría suponer ser A. si no hubiera tantas preguntas que responder. (La próxima vez me busco una esquizofrenia mejor, y no esta de mercadillo).
¿Y si me hincho, y me atan una cuerda, y vuelo como un globo aerostático? Como un Hindenburg a punto de estallar en el cielo. Sobrevolando puentes y vidas ajenas. La tuya por ejemplo, esa fraudulenta felicidad de enamorada egoista, regida por la máxima de "lo mío para mí y lo tuyo para compartir". Incapaz de acordarse de los tristes ni de los que están solos. Recuerda que tú también estuviste triste y sola una vez. Recuerda aunque sea sólo cuando te cepilles los dientes. Recuerda aunque sea sólo cuando bajes la basura, que mear colonia, es imposible.
Me hincho y me pincho. Y así hago piruetas en el aire. Soy un estupendo zeppelin.
Nací sin dar explicaciones. Sin decir a cuento de qué venía que yo llegara el mundo así, con esos ojos achinados y ese pelo disparado. Me entretenía tardes enteras, mirando cómo se posaban las palomas en mi balcón. Sin dar guerra. Sin dar disgustos. Veinticinco años en los que poco a poco fui consumiéndome los intestinos, ¿hasta qué? Hasta no ser nadie ni nada.
Hoy y mañana me van a señalar con el dedo, me van juzgar fuera de contexto. Y sí, lo peor es que tendrán razón.
Mirarte es ver lo extraordinario, vestido con el uniforme de lo común y cotidiano.
- Servicio de Atención al Cliente de Simulvida. Le habla Maripili. ¿En qué puedo ayudarle?
- Mire, me vendieron un simulacro de vida defectuoso. Al principio iba bien, pero luego, no sé, ya no funciona.
- ¿Le ha cambiado usted de pilas?
- Sí.
- ¿Utiliza pilas homologadas?
- Sí.
- ¿Le ha dado usted golpecitos?
- Sí, suaves.
- Dele golpes más fuertes. Patadas.
- Pero así me lo voy a cargar.
- De eso se trata, señorita. Gracias por utilizar el Servicio de Atención al Cliente de Simulvida.
(Joder).
El pequeño oficinista iba de un cubículo a otro, de un piso a otro, repartiendo una flor. Se había enamorado de la recepcionista y quería que todo el mundo fuera testigo de su amor. La gente la aceptaba con agrado, sonreían con complacencia al ver que aún quedaban resquicios de candidez en aquella multinacional. Descendía cada piso del rascacielos dando pequeños brincos. Su corazón llamaba a la puerta de la taquicardia, esperando el momento de llegar al la planta 0, a la entrada del edificio y darle la flor a ella, la pequeña recepcionista que atendía llamadas y abría puertas con una hilarante voz de pito. La misma que rechazó aquella flor por tener una terrible alergia al polen. A lo que siguió un estruendoso estornudo.
El pequeño oficinista volvió a la última planta del edificio. Nunca más se supo de él.
Cada día que me cruzo contigo de camino al trabajo, en esas milésimas en las que nos cruzamos las pupilas, me pregunto qué pensarás. Qué habrá detrás de esa mirada que se pierde en el asfalto. Ha llegado la factura de la luz. Tengo una reunión a las 11. Pantalones nuevos para M. Y así pasa el tiempo y la vida, y se escapa de las manos y no se es ni se hace nada, ni si quiera aquello que nos han vendido como felicidad, que tiene que ver más con un anuncio de Caja de Ahorros que con cualquier otra cosa. Quisiste estabilidad. Toma estabilidad y media. Lo único que me reconforta es saber que no piensas en mí.
Desde que empecé a moverme en bicicleta por la ciudad, por aceras, calles peatonales y carriles rojos en medio de paseos marítimos, me he ido percatando de que caminamos como patos mareados. Poniendo mucho cuidado en no atropellar a la gente, he visto que anda(mos) mirando a las musarañas, ausentes, ensimismados, despistados o miopes. Hay una extraña inocencia. Un extraño desconocimiento de lo que sucede alrededor.
Estúpida religión. Esa que mantiene a gente que ya no le apetece volverse a ver, unida hasta que la muerte los separe. Esos trajes de domingo a la salida de misa, esas sonrisas y conversaciones hipócritas. Ese meapilismo, caridad con pretensiones, y ese conservadurismo con aires de grandeza. Os intoxicaría con los restos de los sueños que os encargasteis de aniquilar. No teneis ningún derecho de amargarle así la vida a nadie.
Si el asfalto se pega a mi pies, y no hay nadie al otro lado que coja el teléfono. Si el único sonido es el ruido de lenguas extranjeras, quemadas por el sol y metidas en botellines de cerveza. Si mi única compañía es el oxígeno que me falta y una oreja que no escucha. ¿No debería dedicarme a la vida contemplativa desde un manicomio?
Noto que me falta algo. Es el cordón umbilical. No sé dónde lo dejé.
Me han regalado el Manual del Pesimista. Se trata de una selección de citas de gente más o menos famosa, que recogen su visión del mundo. La estoy leyendo con la mediosonrisa puesta en la boca porque coincido con la mayoría de las opiniones. Desde que dejé la educación cristiana de refilón que tuve para meterme de lleno en el absurdo, mi vida se ha regido por las leyes de Murphy. Ya saben, aquello de que si algo puede salir mal, saldrá mal. Y si puede salir peor, idefectiblemente saldrá peor.
Una de mis favoritas, es de James B. Ledford: "Si no es una cosa, seguro que son dos". Por supuesto.
Podría inventarme una vida, lejos de aquí. Caminar por un sendero desconocido, con personas a las que jamás he visto pero sé que están ahí. Escucharía a niños jugar a lo lejos, en la orilla de un mar imaginario. Y sabría que nadie, nunca, podría robarnos este momento. Saltaría más alto, más lejos. Volvería a cometer los mismos errores pero de forma más elegante. Y no pediría perdón.
Vamos a ver. Y si voy en mi espectacular bicicleta rosa y me paro en un semáforo y se me para un desconocido al lado, que va en bicicleta azul y me dice que a ver si no voy incómoda porque el manillar está bajo y si yo le digo que sí, que lo tengo que subir y él me responde que he cambiado de horario y que antes nos cruzábamos y ahora va detrás de mí... ¿qué se supone que tengo que pensar de la vida?
Aquella niña, que no era tan niña, decidió encerrar su vida en una cáscara de nuez para que nadie la pudiera tocar. Le daba pánico sufrir, y ensuciar los preciosos vestidos que su madre le había hecho con heridas que no dejaran de sangrar.
Un día, un señor llamó al timbre de su cáscara. Vendía enciclopedias. Eso fue lo que dijo. Mintió. Pertenecía a una secta que tomó la vida de la niña y la metió en un cascarón todavía menor.
Ahí sube la moral del trabajador. O lo que queda de ella.
Se trata de una instalación de Maurizio Cattelan.
Las mismas historias. Todos con las mismas caras de no follar. Incluso el chaval, que ya va siendo hora de que haga algo de provecho. Que es un vago. Y lo que es mejor, es un imbécil. A la hora de la comida, los habituales repasos a árboles genealógicos del pueblo. Y la tataranieta de Fulanita que ha hecho bioquímicas y ha conseguido una muy buena beca... Es una putabecaria, como todo kiski. Qué manera de hinchar las cosas. Pero qué bien se venden.
Se creen San Dios, y no se dan cuenta de que todos somos la misma mierda.
De pequeña, y de "más mayor", siempre me gustaba que aquellos personajes que parecían odiarse, acabaran la película profundamente enamorados. Era lo atractivo de la historia, ese ni contigo ni sin ti, ese te odio pero te quiero, ese vete a la mierda, pero lo que realmente deseo es besarte. Una es ñoña, sí.
Es curioso cómo sólo hay un paso entre quererse mucho y ponerse de los nervios. Quizá es que son lo mismo.
Lo comprobé ayer: entre entregarme a tus brazos y querer darte una patada en los huevos, la diferencia es mínima.
No sé. Yo las tengo de dos tipos. La social y la silenciosa. La social gira entorno a temas, pues eso, sociales. Digamos la guerra, el Prestige, la persecución a mi lengua, la filfa de la Asamblea de Madrid o los despidos juveniles y las prejubilaciones a destiempo. Es social y sociable, habla alto, sale a pasear, se va de bares, y se junta con otras, que también hablan alto, y así puede estar horas, siendo algo autónomo a mí presencia.
La silenciosa, introspectiva, es la que abre heridas que escuecen, que nadie sana, y que tardan en curar. Se coloca un cristal grueso y opaco y no deja que nadie entre. Se aisla. Llora. Es patética, dramática e intolerante. Es egoísta porque lo da todo. Molesta y contradictoria.
Así son mis malas hostias.
Aquel compositor dedicó toda su carrera a escribir música para sordos. El patético capricho lo había obsesionado. A la luz de una vela, llenaba pentagramas con su propia frustación, siempre vana, siempre estéril.
Así se consumió el compositor, así, de impotencia murió, luchando por conseguir que aquellas notas traspasaran el umbral, para colocarse ahí, en ese espectro hueco y hermoso, que sólo los sordos llegan a oír.
Quiero ser sexy. Quiero llevar bikini. Quiero ser una patata.
Me siento en una esquina y espero a que el tiempo pase. Miro el reloj que hay colgado en la pared. Siempre son las seis y media. No hay manera de escapar de ese instante en la historia, en el que ni tú ni yo supimos cómo decirnos todo lo que veníamos arrastrando desde hacía años.
Hay despedidas que merecen la pena. Cuando ya no se puede más. Cuando está claro que todo acabó, para bien, o para mal. Se dio el último portazo que retumbó en todo el edificio. Se colgó el teléfono para siempre. Adios. Joder. Adios.
¿A dónde vas a los cincuentaitantos? ¿A dónde quieren que vayas? Estás en la calle. Te sientes desnudo. Te levantas cada mañana preguntándote, qué vas a hacer. Y la respuesta es siempre la misma: nada. Paro. Desgana. Olvido.
Se la imaginé un día al verla pasar junto a su marido, ese pedazo de ser disperso que ella amarra como puede. Sería una almeja cerrada a cal y canto. La boca cerrada, el morro prieto. Un gesto desagradable. Una conversación anodina. Amigas, las justas y ninguna de verdad.
Cogí mi varita mágica y en almeja a plancha la convertí. Creo que ahora es más... ella.