Hace exactamente un año, alguien con un antifaz y un extraño uniforme militar un tanto ridículo, cortó la cinta de esta fábrica supuestamente ubicada en Hamburgo (aunque con aspecto nipón por aparentar una falsa modernidad), y líder en exportación de estupideces. Tenía un absurdo acento alemán, o vasco (a veces son tan parecidos...), y su discurso de inauguración fue soporífero. Habló de la Liga Hanseática, de la libertad individual y de no se sabe qué más. Luego su speech se volvió simplemente tonto.
Todavía busco a esa persona para darle una patada en el culo.
Estuve sentada durante horas en la tapa del WC. Mi vida resultaba como el azulejo, fea y rota, cubierta de mugre y dejadez. Me dejé los ojos y los sentimientos en aquel apartamento que habíamos compartido. Me dejé mi tiempo y mi juventud. Todo lo bueno que hubo en mí se quedó atrapado en aquella habitación, en aquella cama, junto a ti. Decidí marcharme por el desagüe y aparecí en este lugar.
No hablo el idioma.
Conducías a gran velocidad cuando disparé contra lo que tú significabas. Te quedaste ahí, quieto, muriéndote un poco. Maldije el día en que te conocí. Maldije aquel momento y aquel lugar. Te escupí en la cara que no apartaste. Me di la vuelta. Comenzaba a llover en el desierto.
Lloré.
Yo no sé volar.
Yo no soy quien tú decidas.
Yo no tengo nada que ver con ellos.
Yo no entiendo muchas cosas.
Yo no sé otras tantas.
Yo no tengo ganas de hablar.
Yo no encuentro nunca las palabras correctas.
Yo no soy de aquí.
Yo me he roto la crisma.
Una vez más.
¡Basta!
Resumiría mi vida tanto, que sólo quedaría una palabra. Variable. Seguramente, incomprensible.
Tengo la sensación de que cuando hago una fechoría, todo el mundo por la calle me mira y me medio sonríe como diciendo "ay, pillina". También tengo esa otra sensación de que cuando me porto bien, la gente gira la cabeza como diciendo "esta tía es lela". Generalmente, me muevo en un tono normal, sin irme a un extremo ni a otro. Sin sentir ni provocar ninguna sensación.
Hoy, me parece bien. Por dios, qué neuras.
Sin ánimo de resultar pretenciosa, tengo el honor de tener un mosquito (¿o será obra de un comando?) en mi cama que me ha perforado todo el cuerpo, me ha chupado la sangre y ha dejado como firma una serie de montículos que pican, en sitios tan molestos como los dedos de los pies o la mano. Sinceramente, preferiría acostarme en otra compañía.
No, contigo, ni hablar, que no me dejas dormir.
Dicen que tengo una doble trabajando de camarera en un restaurante de Barcelona. Tiene mucho pelo, negro, enmarañado, y gafas de pasta negra. Viste de negro, con un delantal a rayas, y es seria, y algo borde, pero de vez en cuando saca una sonrisa a sus compañeras, con una mueca, un gesto, un yoquesé. Dicen que han visto a mi doble en un restaurante de Barcelona, desganada detrás de una barra, sirviendo cenas que ni le van ni le vienen.
Ellas es cosas que no sabía que también fuera yo.
Quiero mandar a la porra mi rotulador rojo. Lo he perdido mometáneamente, y no tengo ninguna gana de encontrarlo. Aunque sé, que esta maldita conciencia mía me hará iniciar la búsqueda, o comprarme otro. Pero mientras esté este ratito sin señalarme los fallos, y tacharme las frases, podré respirar un poquito, un pequeño poquito.
Que falta me hace.
Hoy, ha vuelto. Supongo que siempre ha estado aquí. Pero hacía tiempo que no era tan consciente de ella. No tiene nada que ver con la de Sartre, por supuesto. La mía es más corriente, menos existencialista. Pero a la hora de la verdad, mi náusea me fastidia igual, o más. Tensión baja, ánimo bajo, tono bajo, moral baja.
Y las ganas de devolver por todo lo alto.
Ayer pasó bajo mi ventana una manifestación contra la incineradora que quieren instalar para la basura. Era una de esas manifestaciones que tanto me gustan, al más puro estilo Bruselas, con animalitos y todo. Mientras, en mi reproductor sonaban canciones de lo último de Morrissey, el gran eurofóbico del Frente Nacional (que mira que puestos a ser polémicos podría haber tomado otro rumbo, joder). Y me lamenté por la complejidad de todo, de la política, de las decisiones, de las guerras, las vidas, los amores, los odios, los hermanos y la madre que nos parió a todos los habitantes de este mundo.
Y me alegré de que hubiera música de fondo.
*Oh, qué fácil resulta ser demagógica.
El mundo -como el artista alemán que intercede en el mobiliario urbano- me manda señales morse y mensajes en clave como lo hacía Radio Londres para la resistencia francesa. Lo malo es que la gran mayoría son órdenes contradictorias que no logro descifrar. Hacer volar un puente. Pero reforzar su seguridad primero. A veces me persiguen los dos bandos. A veces, unos me dicen que me van a fusilar.
A veces, los otros dicen que también.
Tiene su aquel la situación.
Días horribilis. Parezco la Reina de Inglaterra, pero sin ir a Ascott. Y sin gorrito turquesa. Y sin estar forrada. Pero con la sensación de que se me quema el castillo de Windsor y esas cosas que sólo le pasan a ella.
Qué ganas de abdicar.
Y así, tu vida se convirtió en un follón descomunal, en el centro de un huracán de tal calibre que lo único que se te ocurrió decir fue "pues sí, es así, señora, ya lo siento, qué le voy a hacer". Una milésima de segundo cambia el rumbo de este navío. Un descuido aparentemente inocente, nos lleva al Mar Negro cuando nuestro supuesto destino era Portsmouth.
Sonríe a la cámara.
¿Qué otra cosa te queda?
Alguien dijo que tenía ojos de no ser lo que aparentaba. Miraba desde abajo, con intensidad casi oriental. La ausencia de sus párpados provocaba cierta inquietud, a medio camino entre la niña ingenua y la femme fatale. Entre la interrogante y los puntos suspensivos. Se sentó en la barra de un bar decadente pero con pretensiones. Encendió un cigarrillo. A su lado, un hombre escupía sus últimas miserias en un vaso. Solo. Mayor. Alzó la vista para mirarla detenidamente. Ella dijo "ven".
Nada más se supo de ninguno de los dos.
A veces, cuando nos pasamos de rosca, decimos las cosas más sinceras. Volvemos a ser niños, con ideas, con sueños, con ilusiones. O echamos todo por tierra, lo mandamos a la mierda, y juramos no querer volver a verlo nunca más.
Dibuja. Yo (te) escribiré. No te preocupes.
3 ideas para un domingo cualquiera:
1) Ayer pusieron precio a mi cabeza. Hoy me doy cuenta de que es una ganga, que así yo también me compro. Será que vengo con defecto, porque lo que se dice usada, muy usada no estoy.
2) Cada vez me aburre más la gente aburrida. Y lo malo es cuando tengo que hacer cosas por puro compromiso. Mis días son como un regalo que no te ha gustado para nada, pero que te sientes obligada a lucirlo por el bien de la paz mundial.
3) Le he puesto los triángulos obligatorios a mis relaciones. Necesito mantener cierta distancia. Apenas hablo y me mantengo ausente. Porque si prestara más atención,... no me atrevo ni a pensar qué haría si prestara más atención.
Hasta el 30 de septiembre, vivimos en una postal de arte contemporáneo. Eso sí, la mayoría, ni idea de qué va la historia. Quizá acabe siendo lo menos relevante. No lo sé.
Anoche, un artista alemán mandó señales morse desde la iluminación del Sagrado Corazón de Urgull (ese mamotreto cristiano que nos da un aire Río de Janeiro o Gran Hermano de Orwell, no lo sé), y quizá eso tenga su aquel, por absurdo más que nada. Se puede desviar uno de los chorros de una fuente. O incidir mediante un dispositivo para que se apaguen todos los semáforos de la ciudad. Se puede ir a una fiesta con DJs finlandeses que lucen antifaces del Zorro mientras hacen sonar el que podría ser el próximo himno oficial de Nokia. Se puede desfilar por la ciudad con un maniquí sentado en una silla de ruedas. Y todo de la forma más natural. A veces me siento ajena. Otras, tengo la sensación de perder el tiempo.
Que alguien me dé una pala. Me voy a poner a cavar.
*Va a haber algunas cosas rescatables e interesantes. Aunque no lo parezca.
La tradición dio paso a una tradición anterior. La pequeña dependienta de la tienda de complementos se subió al campanario y comenzó a tocar con tal afán, que reunió en la plaza a gran parte de la sociedad de la pequeña ciudad. Se preguntaban por qué en un mundo que cada vez ignora más a los insignificantes, ella se empeñaba en hacerse notar. Acababa de discutir con su amante. Se había quedado con la palabra en la boca.
Qué palabra era, todavía es una incógnita.
Ayer llamé "gilipollas" a un chaval. Fue en el bidegorri*, porque hizo un adelantamiento tan apurado que tuve que frenar casi en seco. El típico niño en la edad del pavo que se cree el amo del carril. Y encima al salir airoso, me dice "y ezooo" porque la única educación que recibe es la de la Pantojaz de Puerto Rico. Esos son los que en pocos años, acaban protagonizando anuncios de la DGT. Por ir de "guay". Unos metros más allá y después de haberme acordado de su madre, pensé en que menos mal que no tengo carnet de conducir ni inteción de sacarlo, porque con lo mal hablada que soy, seguro que me iba al infierno.
Al volante de un camión.
* Para no iniciados, del euskérico bide=camino y gorri=rojo. Dícese del carril para bicicletas porque es de dicho color. A veces.
Echamos a correr por una carretera secundaria que terminaba en una gran explanada. Allí encontramos a todos nuestros antepasados. Ellas vestían de negro, como las novias. Ellos estaban sentados con la dignidad de quien no es capaz de aflorar ninguna emoción. Nos miramos a los ojos. No dijimos nada. No supimos sentir nada. Aquello tenía demasiado aspecto de cuento de otoño.
Ellos, sepia. Nosotros, Polaroid.
No estoy a lo que debería estar. Más bien me encuentro a varios kilómetros. No atiendo, no respondo, no hago. Y encima, me caigo por segunda vez en dos días. Ahora tengo heridas por todo el cuerpo, una mala uva de mil pares, y me escuece hasta el agua oxigenada.
No, para lo otro no me valen las tiritas. Para lo otro sólo me vales tú.
Ayer derrapé y caí. Me encontré tumbada en la gravilla, mirando al cielo y a una señora que se acercó a socorrerme. Me sentí como el gaitero de Lord Lovat (creo), aquel que iba con la Infantería Ligera de Shropshire en la playa de Sword. Estaba a dos metros de casa. Sangraba del codo.
Y todo me parecía enormemente ridículo.
*En tierna referencia al vasito de plástico para el café, el avioncito de papel, y la latita de bebida refrescante.
¿Alguien podría avisarles a los viandantes que la cesta de mi bicicleta, aunque se asemeja, no es la papelera?
Gracias.
A veces me parece que la ciudad palpita muy deprisa. Que arranca los días de cuajo, que asciende y desciende como una montaña rusa. A veces me parece que fluímos por la ciudad a borbotones, sabiendo que no hay un destino concreto. A veces, cuando sé que la ciudad funciona por arrebatos, desearía abrazarte en la plaza. Y que se levantaran las palomas.
Y que todo el mundo nos mirara.
Y que se preguntaran por qué.
Jamás me consideré una geek. Primero, porque no sabía qué significaba. Luego, porque nunca lo fui y desconozco lo que quieren decir un montón de palabras y siglas, conceptos y prácticas que se me escapan. Mi relación con las máquinas inteligentes (sic) ha estado marcada por la paciencia que suelo tener con casi todo y todos. Así he aprendido a hacer cosas que ni imaginé que fuera capaz de hacer. Pero sobradamente alejadas del nivel de algunos weblogs que tiene diseños desmoralizadoramente dinámicos(?), estéticos y prácticos. Esto es todo lo que sabe hacer una turra como yo.
A ver cuánto tardo en fastidiarlo.
Yo no creo en el tema de las generalizaciones al describir generaciones menos cuando dicen que los hombres de cierta edad (de treina para arriba), no tienen ni idea, ni les interesa hablar de sentimientos, y en ese caso también creo que hay honrosas excepciones aunque las desconozco. Del mismo modo, no creo que todos los de mi generación lo tuviéramos siempre fácil, ni que todos seamos mentalmente débiles.
Pero yo sí. Qué mal día tengo hoy.
De repente un día te encuentras con que tienes un problema más, un obstáculo más que superar, algo más en lo que preocuparte. Un día te encuentras con que ya no puedes dormir por las noches y sientes el run run constante en tu cabeza. Ayer eras una persona más o menos feliz. Hoy eres un pobre y desgraciado diablo. La minúscula diferencia te la contó aquel hombre de la bata blanca.
No tuvo excesiva delicadeza.