Los vi al entrar, sentados frente a frente. No se veían tan frecuentemente como para estar cómodos. Se ponían al día contándose cosas vanas. Habían llegado al acuerdo de no hablar de ella. Nombrarla dolía demasiado. Lo suyo acabó por su culpa. Por no ser capaz de ofrecerle nada más que rutina y sexo. Ahora estaba sólo. En silencio. Viendo cómo su hijo terminaba de ahogarse en ketchup.
A aquel pequeño astronauta se le rompió el cordón umbilical que lo unía a su nave espacial. Quedó suspendido en la nada, entre estrellas y pedruscos, preguntándose si no se habría dejado abierta la puerta del congelador de casa. Si la vecina se acordaría de regarle las plantas. Si estarían listos los zapatos que había llevado a arreglar.
En aquel momento, las nimiedades más nimias, adquirieron carácter de asunto de Estado.
No soporto a las personas que no tienen sentido del humor. Las tiesas incapaces de esbozar ni una sutil sonrisa. Las que racionalizan los chistes, las que acaban no entendiéndolos. No soporto cuando ponen esa mueca de, "¿y qué?". Dicen del sentido común, que es el menos común de los sentidos. Pienso que el sentido del humor es cosa muy seria. Y de obligado cumplimiento. Y que debería haber un Ministerio que se dedicara a ello.
Que quiten el de Cultura, total, hoy en día no sirve para nada.
Ya he conseguido ponerme de mal humor. No ha sido difícil. No me ha costado mucho. Tengo la sensación de que nada funciona y yo también hago todo mal. Que siempre llego tarde a todas partes y que soy una mongola de pegada. Me han quitado las pilas y se me han oxidado los circuitos. Y por las mañanas, me cuesta aún más pensar.
Cosas que no sé:
1. No sé subirme a tarimas.
2. No sé hablar en público.
3. No sé desenvolverme con soltura en los lunch.
4. No sé quedar bien.
Cosas que sé:
1. Sé tropezarme en el momento más oportuno.
2. Se tartamudear a la perfección.
3. Sé ponerme tibia a tortillas y croquetas y no decir ni palabra.
5. Sé quedar fatal, diciendo a dos personas que no me acuerdo de su cara en un margen de 20 minutos.
El pequeño enterrador de cuerpos pequeños no podía conciliar el sueño. Acababa de morir el único hombre grande del pueblo y no cabía en ninguno de los pequeños nichos que con tanto esmero y labor casi artesanal, había construido a lo largo de su carrera como enterrador.
Llegado el día del entierro, y habiendo descartado partir el cuerpo del hombre grande en dos, se decidió por consenso entre la familia y los concejales, acurrucarlo en posición fetal.
Hasta que a todos les entró un miedo atroz a que volviera a nacer.
Quizá si nos echáramos esas gotas en los ojos lo veríamos todo mucho más claro. Veríamos que nuestros hijos son un desastre, que la vecina del quinto miente, que nuestro marido busca una aventura como sea y no se da más que batacazos contra la barra del bar, que la de los periódicos devuelve mal los cambios y que la caja de ahorros nos hace la pascua.
Mejor nos quedamos con nuestras cataratas mentales. Creo que sí.
Me obsesionan. Los cambios, las revoluciones, la huída hacia adelante. La carrera que no mira hacia atrás. Me obsesiona ser tú, contigo. Ser lo que se es y no lo que nos han dicho que es mejor ser. Me obsesiona esta vida, que no parece acabar. Quizá algún día me dé por encaramarme a algún edificio emblemático y con mi cobardía por bandera, soltar lo que tenga que soltar y a quien tenga que soltar.
Hasta que venga la dignísima policía a escupirme en la cara, allí aguantaré.
Sin ánimo de resultar abstracta, diré que es francamente complicado tocar el triángulo con los ojos cerrados. El sonido nunca es el que en un principio se buscaba. A veces suen un tintineo agradable. Otras un golpe seco al aire. Feo.
La vida es un poco así, ¿no?
Colgaría el cartel de "do not disturb" de la manilla de mi puerta. Estoy de la administración hasta los mismísimos. En fin, que la administración somos todos, que el sistema también, que sí, que vale, que todo funciona de maravilla y somos todos modernísimos, eficacísimos, monísimos y buenísimos.
Que les den mucho y bien porque a mí me tienen mala. Que me dan igual, vamos.
Ayer por la tarde, vi a un hombre solo. Estaba sentado en un banco, mirando al mar. Lo miraba pero no lo veía. Tenía el rostro de quien ha perdido una oportunidad que no va a regresar. De vez en cuando suspiraba. De vez en cuando encendía algún cigarrillo. El vaho que salía de su boca daba forma a su sentencia de muerte: "te perdí". Perdió porque no quiso. Perdió porque quiso perder. Si fuera un sueño, aún tendría la esperanza.
Como no lo es, está perdido.
Los abucheos se sucedieron cuando el gerente de la empresa de cajas de cerillas anunció un recorte en el suministro de rosquillas para el almuerzo. A los empleados la medida les pareció la antesala de algo muchísimo peor: la eliminación total o parcial del jabón de manos del servicio. Con esa medida, no tendrían con qué limpiarse cada vez que tomaran una decisión equivocada, hicieran algo rematadamente mal, o se escaquearan de alguna obligación. Malos días para los imprudentes.
Peores aún para los adictos a las rosquillas.
Reconozco que me hipnotizan las tiras de información que van rotando en las cadenas especializadas en ídem. Pasan a gran velocidad, una y otra vez, con pequeñas variantes. Son grandes noticias, breaking news -noticias que se rompen o noticias rompedoras-, de gente importante, o de gente pequeña, qué más da. A veces me pregunto si alguna vez a quien escribe los rótulos no se le colará en su vida cotidiana un día de esos de mala leche, en el que haces todo lo posible para que te despidan del trabajo. Podría poner que "este busto parlante se tira a la de contabilidad" mientras el busto en cuestión, habla con ternura y emoción sobre la apertura de un hospital para niños poliomelíticos en Wisconsin.
A los niños del hospital les haría mucha gracia.
La hipoteca dura más que el amor. El crédito más que la sinceridad. Alguno de los dos acabará mintiendo. O lo que es peor, no dirigiéndose la palabra.
Cerré los ojos. Imaginé una noche lluviosa de Berlín. Por una callejuela llegué a una tienda. En ella, había un uniforme del ejército de la Alemania Democrática abandonado. Fui ese objeto. Pensé que era algo que debía ser olvidado. La gente no debía recordar nada de mí. Pensé que ahora estaba prohibida. Nadie debía ser visto conmigo. Volví a ser yo. Miré el uniforme, lo toqué. Era grueso y áspero. Era pasado.
Todo esto, después de haber aporreado la pandereta como una posesa.
En la tienda de los periódicos:
- Son uno con veinticinco.
- Lo que me diga usted, señora.
- No lo digo yo, lo dicen los que mandan. El pueblo no dice nada.
- El pueblo nunca ha dicho nada.
Cierto. La voz, el voto y las ganas de mandar no son para nosotros.
En la ciudad que me vio nacer y crecer (lo de reproducirme y morir está por venir), se contabilizan 9.000 viajes en bicicleta diarios. Supongo que estarán incluídas las idas y las vueltas. Los despistes y los "me-paro-para-ver-el-escaparate-de-la-tienda-de-zapatos". 9.000 viajes ralentizados por los muros de hojas caídas que se levantan en el camino. Viajes que van al trabajo, a casa de la novia, o de bares por la Parte Vieja. Viajes en incómodo sillín, en cambio que no va, y en cadena que se sale. Deambulan. Frenan. Arrancan. Esquivan. Y siempre tienen una farola donde aparcar.
Lo cierto es que 9.000 viajes diarios en bicicleta me parece sorprendente. Tanto, que suena a título de canción.
Anoche me acordé de T. Fue cuando pedaleaba camino a casa por el paseo de la playa. Un duo de violines interpretaba una pieza clásica en honor a los cuatro transeúntes que caían por ahí. Más adelante otro músico tocaba el saxo. Había visto a T al mediodía. Tenía coche nuevo, pero la sonrisa de siempre. Anoche me acordé de que solía escribirle cuentos desnudos mientras sonaba esa música. De que solía desnudarme por dentro.
Y de que lo único que supe mostrarle fue mi tierna inocencia adolescente.
Es como si se me hubiera llenado la cabeza de compota de manzana. Suena el teléfono. Creo que no hay ninguna diferencia entre el contestador automático y yo. Ninguno de los dos asimilamos datos. Registramos a duras penas. No procesamos. De hecho no sabría qué hacer con lo que me dicen.
Acabaré cediendo la palabra al personal a base de un leve pitido. Y si alguien se cabrea, no diré ni mu.
Lo inventaron para hacer girar un pasado que no volverá. Para que todos riéramos, y fuéramos felices,... Creo que en realidad, lo inventaron para que, cuando llegáramos a nuestras casas y viéramos la tortilla francesa con jamón de york de cena, las caras rancias y los trapos sucios, nos echáramos a llorar.
Eso sí, con dignidad.
Ayer me dijeron que a ML, y a su perfume que deja huella por todo el portal, las trajeron atadas desde Benidorm y ahora están en la planta de psiquiatría del hospital provincial. La misma ML a la que J, su marido, intentó matar comiéndose un langostino, cosa que mi padre tuvo que testificar en un juicio. Aquella mujer que estuvo a punto de conquistar a Robert Kennedy en un restaurante de París.
No sé qué fue primero, si el hambre o el alcohol, o ese delirio en el que caemos a veces y del que es tan difícil escapar.
Cuando la noche no es noche, sino prolongación del día, es difícil encontrar un sentido en el amanecer. Por eso, en breve, me iré a la cama. A ver si vuelvo a cogerle el ritmo a la vida.
Hay gente que va de cara. Hay gente que tiene revés. Y hay gente que no es más que el canto de la moneda.
Hay gente que es visceral. Hay gente que es racional. Y hay gente que simplemente no entiende lo que se le está diciendo.
Hay gente que es sensible. Hay gente que ni siente ni padece. Y hay gente que parece que no sabe lo que quiere.
Y luego, hay gente, que sólo es eso, gente.
Además del famoso hundimiento del Titanic, hubo otros. Morales, fatales, letales, mortales.
Este no es su testimonio. Pero podría.
Me gustaría escribir un texto perfecto. Que lo dijera todo en dos palabras. Precisas. Impactantes. No un texto estándar que pasa sin pena ni gloria. Me gustaría expresarlo todo, sin caer en obviedades ni perogrulladas. Un texto directo, sin sensibilidades lacrimógenas, ni tampoco la crudeza estéril de algunas realidades.
Me gustaría escribir un texto redondo. Aunque sea para decir la enésima estupidez.
Hay veces en las que el encierro en una misma se hace tal, que todo molesta, y todo incomoda. No me apetece responder a preguntas, tan sólo recibir respuestas, pero de las que sirven. De las que implican, dan una vuelta a la acción, cambian las circunstancias, ponen los puntos sobre la íes. Si van a ser vanas, que no conducen a nada, y que suponen menos, que no me las den. De esas no quiero saber nada. De hecho, me sientan mal.
El resto de la ideología representada es una simple cuestión de principios que se fundamenta en la idea de mandar a la mierda a quien me esté molestando. (Que a su vez, estará mandando a la mierda a otra persona, y así sucesivamente, hasta llegar a ese acuerdo entre animales llamado civismo).
Hoy es un día en el que estamos todos muertos. La gente va a los cementerios, a limpiar un poco la tumba del abuelo, que está hecha una porquería, a acordarse de la madre de los del Ayuntamiento, que mucho cobrar pero aquello está de lo más dejado, y a envidiar las flores de los de al lado o mofarse de la dejadez de los Rupérez.
Hace tiempo que no voy a ponerle flores a nadie. Mis muertos están en otro lugar. Jugándose las carcajadas al tute. O las penas al mus.
Yo qué sé.