En los centros comerciales sale lo peor de cada uno. Desde la avaricia que apura cada céntimo al egoismo en busca de amarrar la ganga como sea. Sale la madre histérica, el padre falto de paciencia, la niña caprichosa, el niño que pasa de todo... Está la dependienta que te miente diciendo que te queda fenomenal y el cajero que se queda con los cambios. La tarjeta que no pasa, la bolsa que se rompe, el carrito que se atasca.
Todo por mantener la sana costumbre de comprar lo que no nos hace falta.
Aquellos dos personajes se buscaban con la mirada aun estando en ciudades diferentes. Habían trazado juntos una cartografía imposible a escala sentimental, compuesta por lugares que sólo existieron una vez, y esa vez, fue para ellos dos. Sus coordenadas imaginarias daban la espalda a la lógica, pero aquello estaba allí. Fuera del alcance de los días comunes. Tan real como cualquier mapa, cualquier historia, cualquier lugar.
Tan irreal como aquello mismo.
Una vez, te escuché decir que los mejores regalos son pequeños, bonitos e inútiles, cuando el mundo en general espera cosas grandes, y que le sirvan para algo. Lo de bonitos... ya sabemos lo cruel que puede ser la estética. Supongo que tal definición tuya forma parte de tu falta de adaptación -esa que compartimos- a las maneras socialmente establecidas, de esa incorregible diferencia entre lo que se es y lo que se espera.
Tienes tu encanto así, eso es indudable.
Dejamos huellas efímeras que el viento se lleva con facilidad. Que no resisten el tiempo, ni el olvido. Que no soportan que ya no las mires más. Dejamos huellas que hoy están aquí pero mañana no existirán.
Si una vez sucedió que vivimos, nadie se lo tomará demasiado en serio.
Anoche me propuse dinamitar una reunión anual y casi lo consigo. Con un poco más de sarcasmo, de vino y un bate de beisbol creo que lo hubiera hecho.
Y alguien todavía estaría recogiendo sus dientes.
El Comité estudió el caso. La examinaron en profundidad. Desde las pupilas hasta las uñas de los pies. No parecía que tuviera nada grave. Y sin embargo, su forma de actuar era fuera de lo común. De repente, se percataron de que tenía hinchadas las narices. Y que de sus orejas, salía una especie de humo espeso. Se echaron a temblar.
No se les ocurrió otra cosa que dimitir. No fuera a ser contagioso.
No me gusta nadar. Tampoco soy muy diestra pilotando tanques. Es una cuestión de visión del mundo, supongo. Por eso, las celebraciones familiares tienen su aquel. Su aquel sociológico, que no emotivo. A mí la emotividad se me olvidó en la parada del autobús. Las más hipócritas, aquellas en las que nadie se soporta, pero ponen cara de que todo está buenísimo, esas sí que son jugosas.
Y no el cordero pasado de rosca que se están comiento.
No me entra nada. No puedo comer nada. Es como si hubiera cerrado las compuertas. No quiero saber nada. No quiero comunicarme en absoluto. Me quiero quedar en esta esquina, esperando a que vengas a por mí. Sí, quiero que vengas a por mí. Que me saques de este mal cuerpo. Y que me digas, aunque sea mentira, que no volveré a él.
Los perros jugaban con la basura en el puerto. Quizá buscaran algo para comer. Yo caminaba, hacía equilibrios entre adoquines, equilibrios con las lágrimas que intentaba ajustar a lo estrictamente necesario. Podría haber estallado por dentro, como las olas contra las rocas. Podría haber tomado la determinación de lanzarme al abismo con un jersey de lana como paracaídas, pero finalmente me sujeté al ancla oxidada que supone esta vida, este día, este momento que construyo porque sí.
Creí que era un pájaro y sólo era una bolsa de papel. (...) Creí que era un hombre y no era más que un crío. "Paper Bag", Fiona Apple.
La pequeña señora gorda, condesa de Vayaasaberusté, que se estaba durmiendo durante el Tannhäuser de Wagner se cayó de su balcón cuando el pequeño empresario de ruedas usadas soltó un estornudo fugaz en el momento culminante de la obra.
Las expresiones de la insensibilidad son innumerables. Unos estornudan. Otros caen por el balcón. Pero lo cierto es que por una razón u otra, ninguno de los dos prestaba excesiva atención.
El sonido de la txalaparta fluye por tus manos, fluye por tus venas, fluye por tu pasado y presente. Es la madera con la que hemos construido tiempo, rabia y lágrimas.
No es que sea fetichista, pero aparecen objetos curiosos en mi vida, sin que yo haya hecho nada para obtenerlos, ni mucho menos para conservarlos. De este modo, tengo un padre enganchado al canal huevofrito de Digital +, una amiga con forma de gallo veleta, una vecina que en cuanto deja de tomar la pastilla aparece desnuda en el balcón, y bueno, a Sir Archibald, mi oveja psicoanalista que ha hecho de esponja de mis lágrimas cientos de veces.
Mi nueva adquisición: una señora a la que cada vez que veo por la calle, me apetece ponerle una zancadilla. (Y a veces, hasta tirarle de los pelos).
Creo que me voy a hacer de la CNT. Para que, aunque me traten como si fuera tonta, por lo menos, también me consideren peligrosa. Vendré al curro con un brazalete rojo y negro y sujetaré una bandera en la parrilla de mi bicicleta. Lanzaré pasquines. Me inventaré citas de Bakunin. Reivindicaré a la columna Durrutti. Frunciré el ceño. Incluso igual me compro un altavoz.
Y llevaré una camiseta con el sospechoso lema: "Aquí hay dinamita".
Aunque sea un día soleado, yo espero de pie, sujetando un paraguas bajo la lluvia. Grito aunque esté susurrando. Estoy y no estoy. Y podría marcharme para siempre en el próximo tren. Soy lo efímero y lo lejano. Lo casi imposible. La complicación constante. El camino difícil.
Soy la misma paradoja que alimenta tus úlceras.
Pero también tus deseos.
Me voy ganando el cielo cada día. El sábado casi atropellé a una popular diputada socialista (nótese la intencionada descripción-juego de palabras). El domingo por la tarde me puse a mirar fijamente a los ojos a cuantos hombres maduros de aspecto triste veía por la calle. Me apetecía crear inquietud (ya que soy incapaz de despertar nada más con esta pinta).
Hoy es posible que me dé por dar patadas en el trasero. Quién sabe.
La pequeña niña de las braguitas con puntilla se ganó una bofetada a destiempo. Por contestona.
La pequeña presidenta de la asociación de pequeños jugadores de scrabble se ganó una bofetada arbitral. Por tramposa.
El pequeño vendedor de corchos infiel se ganó una bofetada conyugal. Por independiente.
Pero ninguno puso la otra mejilla. Hay gente con mucha clase.
Emociones sujetas con pinzas. Colgadas del balcón del día sí y otro también. Realidades que reconstruimos a nuestra imagen y semejanza, con un extraño olor a aguarrás.
Si el mundo se divide entre churros y churreros, yo soy definitivamente un churro. Además, bastante escaso de azúcar. Esmirriao. A la imagen y semejanza de mi creador, algún churrero de poca monta, que se gana la vida de feria en feria, entre farolillos y tómbolas.
Qué mediocridad. La mía, que el churrero está en todo su derecho.
Creo que una de las razones por las que sigo engrasando las tuercas de esta mísera fábrica es para no caer en la desgana absoluta. Por no dejarme vencer del todo por la desidia, la floja moral y la melancolía más improductiva. Por poner cara de asco, pero menos. Y olvidar lo aburrida que estoy de ser yo.
Lo único que me pregunto es qué han hecho ustedes para merecer todo esto. Pero gracias.
Dar los pasos no siempre significa caminar. Y menos cuando se vive encerrada en una gastada pila alcalina. Lo que oyes no es lo que escuchas. Y se pueden cocinar las neuras en una cocina de gas, para que algún día todo estalle por los aires. Es una manera de eludir la justicia como otra cualquiera. De evitar mentir bajo juramento. O de escaquearme de la consulta con el médico. Preferiría que no me recetaran pastillas. No haría más que confundir las dosis y las tomas.
Hay días en los que es tan fácil escribir la esquela de una misma...
Algún día, en aquel buzón semienterrado en la playa, aparecerá una carta. Quizá sea para mí. Quizá la haya escrito yo. Quizá no tenga más sentido que el permanecer allí. Manchada de óxido y olvido. Eso es lo que somos. Pedazos de tiempo que viene y se va, que dejan deudas donde creen dejar recuerdos.
Un remitente inseguro. Una post data absurda. No somos más.
Yo, que siempre he gozado de una excelente memoria, me encuentro con que se me ha llenado de agujeros como un queso gruyère. No me acuerdo dónde dejo las cosas, qué es lo que tengo que hacer, y la última moda es no encontrar la palabra, siempre bastante sencilla, que deseo emplear.
Llevo unos días que no me sale decir "disciplina". Supongo que algo querrá decir.
El pequeño vendedor de enciclopedias pequeñas preguntó, nada más abrirle la puerta, si podía utilizar el servicio. La pequeña enlatadora de atún en escabeche respondió que sí, que adelante. Cerró la puerta con pestillo, mientras ella esperaba al otro lado. Se escuchó un golpe seco. Luego, el sonido de la cadena. Desapareció. La policía mintió a la prensa diciendo que aquel pequeño vendedor de enciclopedias nunca había existido. La editorial en la que trabajaba había pagado una cuantiosa suma por esa declaración policial. La pequeña enlatadora de atún en escabeche fue internada en un centro especial para psicóticos con buena educación.
Lo único cierto es que desde entonces, la pequeña vecina del quinto no hace más que quejarse de un atasco que no le permite usar el bidé. Eso es lo relevante.
Si alguno de los dos apretara el botón amarillo y nos detuviéramos en algún lugar intermedio, ¿qué ocurriría?
Me daría bastante rabia el convertirme en un pedazo de carne y prozac. O estar colgada por los efectos placebo. Mi tendencia es hacia la distancia. A veces tanto, que me acerco al abismo. No me gustaría ser la candidata nº 1 a ocupar el puesto de Miss Frustración 2003. Ni tan siquiera toleraría parecerlo. Aunque con este vestido, esta banda, y esta corona, no sé qué más puedo ser.
¿Miss Rabieta Permanente quizá?
Se hace tarde. Para ti también. Se pone a llover mientras esperas al autobús, y te preguntas en qué has perdido todo este tiempo. En qué se te han ido los mejores momentos, los días, los años. No te gusta su compañía. Te aburren sus conversaciones. No teneis nada en común. Y sin embargo, cada mañana, cuando te despiertas, está ahí. Aún soñando. Pero sueños distintos. Sueños distantes.
Lo malo de convertir los objetos en señas de identidad es que cuando se estropean, y hay que reemplazarlos, parece que parte de una misma, muere con él. De esta manera, hay algo nuestro en los vertederos o cementerios de hojalatas, en los containers y las papeleras.
Quizá algún día me encuentre, me recicle, y me vuelva a utilizar como camisón.
Y hay veces en las que nos damos la espalda, cada uno encerrado en su yo infantil y egoista. Y hay otras, en las que nos entregamos del todo sin pensar en las consecuencias. Incluso hay veces que nos quedamos a medias, nos perdemos, nos encontramos, nos miramos de refilón. Tú y yo. Somos dos. Y uno, cuando no pesan las circunstancias.
No sé si es amor, necesidad o ganas de tocar las narices, pero aunque a veces seas un gilipollas, no concibo este mundo sin ti. Creo que te lo tenía que decir.
Un lunes en Chernobyl mientras el cielo sigue gris verdoso y la gente miente:
a. Podría devolver la conexión y establecer una carta de ajuste en la que sonaran los Conciertos de Brandenburgo una y otra vez.
b. Podría poner zancandillas, de esas cuyo golpe duele en los dientes.
c. Podría deleitar a mi público con mi nueva colección de sarcasmos insoportables que me convierten en una persona odiosa.
d. Podría mandarte a la mierda por ser un gilipollas conmigo.
Pero hoy no. Hoy simplemente me quedo aquí, de brazos cruzados.