El pequeño sr. Topo estaba tomando unas copas con sus amigos cuando la sra. Luciérnaga, que estaba de muy buen ver pero no tenía muchas ganas de risa, le dijo que la vida era breve, tonta, y demasiado inexplicable como para andar perdiendo el tiempo bailando la conga en aquel garito. Al apagarse las luces del local, el pequeño sr. Topo creyó que nadie le vería frotar el hocico contra la sra. Luciérnaga cuyo resplandor aumentaba proporcionalmente al placer que le proporcionaban aquellas cosquillas.
Hay sres. Topo ingenuos a más no poder.
Hoy es el santo patrón de los mentirosos manipuladores. Así que me he cogido el día de fiesta. Iré a las rebajas, pondré a parir a todo el mundo, mandaré a la mierda a un par de personas, y le haré un corte de mangas a todo lo que no sea de mi gusto. Incluidos los planes a los que no pienso acudir.
Ven, ya estoy mintiendo manipuladoramente otra vez...
Admiro a las personas que tienen un poco de morro. No mucho, sólo algo. Lo suficiente como para decir las cosas de frente, y montar las pirulas adecuadas, en el momento que haga falta. Si algo les parece mal, no agachan la cabeza. Si les dan una bofetada, no ponen la otra mejilla. Y si la vida les quita algo, exigen que se lo devuelva.
Con intereses
Algunas personas deberían tener una salida de emergencia. Una especie de escalera de incendios. Algunas personas deberían tener siempre un billete para salir huyendo. Un pasaje para el destino más lejano posible. Algunas personas deberían tener la excusa perfecta en el momento idóneo. Una respuesta, negativa pero elegante.
Algunas personas simplemente deberían tener menos cualidades para complicarse la vida. Yo soy de esas.
Esta mañana, un amor de la infancia me ha sacado de la canción de Pizzicato Five que estaba escuchando para no quedarme dormida en el autobús. Nos bajamos en la misma parada. Una conversación de ascensor bajo la lluvia. Dos siluetas que ya no se conocen. No se dicen nada. Dos sombras que se despien sin más. No ha podido despertar mi interés. Ni siquiera ha podido despertarme a mí.
Un día me convertí en niña-oruga, me encogí, y no volví a extenderme nunca más. Otro día me convertí en niña-caracol, me metí en mi caparazón, y no volví a salir nunca más. Un día distinto me convertí en niña-topo, cavé un agujero, y no volví a asomarme nunca más. Harta de mi propio encierro y entierro, y con ansias de salir corriendo, me convertí en niña-ciempiés. Aún me estoy intentando coordinar.
El pequeño chaval del flequillo interminable no era capaz de mantener el equilibrio sobre el triciclo si no escuchaba aquella milonga de amor que solía cantarle su pequeña abuela, cada vez que el abuelo iba al burdel de la esquina y se dejaba olvidada la dentadura postiza en el escote de la pequeña mulata que tan cariñosa era con él. El abuelo miraba orgulloso las carreras triciclistas de su nieto.
Algún día ganaría en Alpe d'Huez.
Tenía dos opciones: sentarme al lado del tío bueno que coincide todos los días conmigo en el autobús, o junto al oficinista insulso del Banco que está un poco más arriba de mi curro. Por supuesto, me senté pegadita al insulso. Y en frente de una de esas mujeres que superan los cuarenta y tienen alma de divas, y que también trabaja en el Banco pero ya se las sabe todas. Tiene pinta de querer tirarse al insulso. Pero este es un lelo y ni se entera. Con la de puestos que podría ascender.
Me han secuestrado. Me han atado a una silla y amordazado. No puedo decir nada. No me dejan. No hay ninguna luz. No se oye nada. No hay nadie, y sin embargo, sé que no me puedo escapar. Tiemblo de frío. Y de miedo. Tiemblo de soledad. No se ha denunciado mi desaparición. No se ha pedido rescate. Me han borrado del espacio. Del tiempo. De mí misma.
3 a.m., llueve en la ciudad. No se puede ir demasiado lejos cuando se arrastran los pies. Y sin embargo, me marcho. Aún no ha abierto la cafetería de la estación. El mundo está a oscuras y en silencio. Soy yo. Pero podría haber sido cualquier otra persona. A nada que uno se lo proponga, soy fácil de olvidar. Fácil de resultar indiferente. Fácil de no suponer nada, a nadie.
Es otra historia. Que tampoco sé contar.
Sé que no les interesará en absoluto el asunto. Pero para los niños de este rincón del planeta, hoy es un día en el que se mezclan los nervios y la emoción. A mí, que lo viví a los seis y a los diez años, se me llenan los ojos de lágrimas cuando veo a esos miles de chavales desfilando con sus trajes, sus tambores, sus barriles. No tocan perfectamente, nunca lo hicimos, pero es tanta la ilusión, que la música acaba siendo lo de menos. Es el uniforme -hay auténticos estudios históricos detrás de cada traje de cada colegio-, es la gente mirándote, es la Marcha a las doce en el Ayuntamiento, es tocar, divertirte,... es todo.
No sé muy bien cuál es el origen de la fiesta de San Sebastián. Creo que se remonta a los tiempos en los que éramos napoleónicos, ya que los uniformes militares de los que tocan el tambor son de esa época. Cuentan que al desfilar las tropas, los cocineros solían salir de sus cocinas tocando los barriles, cucharones y demás para burlarse de ellos. Hoy en día, se mantiene ese espíritu cuando la sociedad de Gaztelubide se sube al tablado para interpretar las marchas del maestro Sarriegi. Los tambores (entre los cuales ha solido estar Iñaki Gabilondo) mantienen la seriedad solemne y los cocineros (Antonio Mercero, Martin Berasategi y cía) la chufla.
Sin embargo, cuando suenan las doce, y se entona la Marcha de San Sebastián, a todos se nos ponen los pelos de punta. Ya digo que si no se es de aquí parece una solemne estupidez. Y no es que esté haciendo un ejercicio de chovinismo porque mayor crítica de esta ciudad de postal no encontraréis.
Pero una tiene su corazoncito sensible. Si es que en el fondo soy una ñoñostiarra de mierda...
I. y J. son de esas parejas que proclaman la revolución anarquista desde una acomodada posición heredada del negocio de construcción inmobiliaria del padre de él. Son capaces de criticar la petición de ayudas al Ayuntamiento, porque eso es seguirle el juego al sistema y al Estado, y se pueden permitir ir una semanita a Londres a sacar fotos y comprar discos. Critican el turismo en masa de Benidorm y Salou, puestos a tirar de sol mediterráneo es mucho más mejor irse a Córcega. Todo amenizado con el eterno discurso proletario que llama insultantemente burgués a todo el que le lleva la contraria. Ante todo, anti todo.
Con gente así se perdió la revolución... en el restaurante macrobiótico de moda.
Esta mañana, cuando desperté, ya no quedaba nadie.
El pequeño dentista de las orejas caídas esperaba ansiosamente a que llegara su paciente. Se había enamorado de esa pequeña boca de dientes puestos aleatoriamente sobre las encías, sin orden ni concierto. Deseaba inyectarle la anestesia de manera que, estando casi inconsciente, la boca se rindiera ante él y accediera a empastarse para siempre. Era demasiado tímido para hacer otra cosa.
Tengo la sensación de vivir en un perpetuo estado de invierno. Que en mí se extiende el frío y ese dolor mudo y sordo, ciego y estéril de ser quien jamás quise ser. De vivir como jamás quise vivir. Es un silencioso estremecimiento, que mira desde la ventana de un tren cómo pasan los días y las cosas, y sus yemas de los dedos permanecen intactas. Sin tacto.
Un día, construyeron una moral en la que se les permitió a decadentes sesentones correrse juergas con jovencitas en edad de merecer. Los futbolistas pudieron ser homosexuales. Los políticos, infieles. Las princesas, madres solteras.
Y los curas... bueno, a esos siempre se les ha permitido todo.
Cuando no es egoismo, ni tampoco envidia. Cuando no es avaricia, ni rencor. Cuando no es querer más, ni quererlo mejor. Lo que es, es pobreza de espíritu. Y los pobres de espíritu aparcan sus almas en segunda fila. Dejan que se queden sin batería, en silencio. Que se cierren sobre sí mismas, a cal y canto. Los pobres de espíritu no tienen con qué alimentar sus sentimientos. Tan sólo las hogazas de pan rutinarias que algún departamento de asuntos sociales se encarga de repartir.
No encontré la respuesta esperada. Ni siquiera se aproximó remotamente. Donde quise que hubiera ternura, hubo burla. Donde hubiera deseado cariño, tomadura de pelo. Esta escena se repitió durante muchos años, día tras día, humillación tras humillación, hasta que me di cuenta de que para no recibir semejantes respuestas, el primer paso era no hacer semejantes preguntas. El segundo, desaparecer. El tercero, desaparecer para siempre.
Mis sueños se dividen en dos. En unos, voy por el borde de un acantilado y tarde o temprano me acabo cayendo al vacío. En otros, estoy en un concurso de la televisión y simplemente no me sé las preguntas. Quizá ambos sean el mismo sueño. Quizá no me haya dormido del todo.
Me pregunto quiénes sois. Qué haceis con vuestras vidas. Me pregunto cuál es el destino de vuestros pasos y qué os espera cuando llegueis a casa. ¿Os hace feliz? ¿U os conformais con que no os haga llorar?
Cuando la pequeña niña de la piruleta se miró el ombligo, se encontró con que en él habitaba una pequeña familia de clase media. En teoría, estaban viendo la televisión en el salón. El padre cambiaba compulsivamente de canal. La madre se había quedado dormida en el sofá. Y la niña de las desproporcionadas gafas no hacía más que sacarse pelotillas de la nariz.
Al levantar la mirada, se dio cuenta de que la vida es una cuestión de escala. Entonces, dejó de soñar.
Cuenta el cuento que el burro sopló la flauta, y consiguió dar con una melodía de casualidad. Yo, ni eso. Y es estúpido pensar que en las horas más oscuras, esas en las que nadie cuenta ni se da cuenta, alguien comprenderá el leve chirrido que emites.
Confórmate con que les resulte molesto.
Como soy tan genial que ni me aguanto, hoy he decidido ponerme a prueba y hacerlo todo en tiempo récord. Para ello, en vez de levantarme a las 7.45 como hago habitualmente, lo he hecho a las 8.20. Por darle un poco de emoción a la cosa. Como si me hubieran pulsado la tecla de "forward" y con la inestimable colaboración de mi padre en el café, he llegado justo a tiempo para que R. me salude con su voz de bisagra oxidada y me diga que qué buen día hace.
Es el viento sur, seguro.
Vuelvo al trabajo con la vista en cinemascope. Con los ojos semicerrados veo mucho menos. Bostezo. Una, dos, tres veces. ¿Será la calefacción? ¿Seré yo? ¿Será el jet lag post vacacional? O ¿simplemente volver a la cruda realidad de R. y esa aterradora voz de pito que pone al entrar me pone así? Quizá. Lo cierto es que ni el cinemascope ni la banda sonora de bostezo continuo aumentan la calidad de la película de mi vida.
Creo que despediré a los guionistas en la próxima reunión de producción.
Es uno de esos días en los que una se siente como si le hubieran regalado un zeppelin a pedales. Volar cuesta lo suyo, pero sé feliz porque no todo el mundo puede hacerlo. La verdad es que me gustan los zeppelines. El camión de mis primos se llama así. Un zeppelin que no vuela. No se infla. No cruza los cielos. Es un zeppelin con ruedas, pero cumple perfectamente su función: que mis primos me dediquen una sonrisa desde el retrovisor. ¡Epa!
Hay gente que odia esperar. Que se pone nerviosa, impaciente, tensa. Yo creo que no he sabido hacer otra cosa en mi vida. Esperar. Personas. Acontecimientos. Respuestas. He esperado a lo que llegó antes de tiempo, cuando yo no estaba aquí. Y aún sigo esperando otras cosas que jamás llegarán. Que cancelaron su viaje sin avisar. Nadie avisa, nada avisa. Simplemente decide aleatoriamente aparecer o no aparecer. Algunos lo llaman destino, otros, pereza. Por si acaso, en el frío invierno de nuestro descontento, yo espero, no vaya a ser que me pierda algo digno de ser recordado en el momento en que agonice.
A veces nuestro vuelo es así. Irregular, sujeto al viento y a la patada que nos dieron en el trasero al nacer. A veces conseguimos cruzar entre los dos palos, otras, ni siquiera nos acercamos. Quizá sea cuestión de fe. Generalmente, no es más que inseguridad.
Me contaron ayer que la mayoría de los divorcios se suceden después de estas fechas debido a disputas familiares, mosqueos entre turrones y broncas a la plancha. Otro día, escuché que la primera causa de cazadas de infidelidades es el móvil. Cruzando estas dos variables, nos sale que la venta de móviles aumenta, no porque sea un regalo estupendo, sino porque encima funciona de arma arrojadiza.
Yo, por si acaso, me voy Biarritz a ver un partido de rugby. Que es una forma de pegarse, pero más noble.
La pequeña consultora sentimental de la radio no daba crédito a sus oídos -y sus pequeños oídos tenían mucho crédito- cuando un pequeño oyente llamó para contarle que al son de la marcha Radetzky que sonaba de fondo en el televisor, había pasado por su cabeza la idea de invadir un país, poner su economía patas arriba, meterlo en guerras absurdas, contar muchas mentiras, y sentir el enorme y todopoderoso placer de elegir un sucesor.
La pequeña consultora sentimental estaba hablando en directo con el pequeño señor presidente.
Los desgraciados, los funcionarios, los borrachos, las prostitutas, los puteros, los suegros aburridos, las nueras cachondas, y viceversa, los que creen en fenómenos paranormales, los repartidores de comida china, las aprendices de depiladoras, los reparadores de lavadoras, los actores de demostración de teletienda,...
Incluso ustedes, que dudo de que sean buenas personas, merecen un buen año.